Carolina, una madre

Ciudad de Quito, 1977 - Argentina desde 1978


La familia de Héctor, mi hermano mayor, Graciela su esposa y sus hijos, Ramiro y Florencia, viven aquí desde hace seis meses, luego que la compañía para la cual él trabaja los trasladara con el fin de protegerlos de la represión de la dictadura que gobierna el país.
En Marzo los militares del régimen mataron a mi hermana María Luz.
Desde Febrero de este año vivo en Caracas con Susana y nuestro hijo Lucio.
En Buenos Aires quedan, viviendo en la clandestinidad, mi hermano Eduardo, con Mary y su hija Paula.
Carolina, mi mama, vive sola ya que Gerardo, mi papá, falleció el año pasado. A ella le han allanado y robado la casa varias veces. Destruyeron sus pocas cosas.
Hemos decidido reunirnos en Quito, para pasar la Navidad y recibir el nuevo año. Mi hermano Héctor, como siempre muy generoso, se ha ocupado de organizar las cosas para que todos podamos estar. Casi simultáneamente llegamos nosotros y mi mamá, que trae una carta de mi hermano Eduardo, saludando y deseándonos felicidad. También nos dice que le resulta imposible viajar por sus responsabilidades y por la seguridad de los suyos.
La Noche Buena nos encuentra reunidos en una cena sobria, serena y sin algarabía. Brindamos casi en silencio porque todos teníamos el corazón puesto en los que quedaron en Buenos Aires. Todas nuestras familias y todos nuestros amigos.
Hay muchas cosas que contarnos después de tanto tiempo sin vernos. Sin embargo, hablábamos poco, pero sentimos la necesidad de estar juntos. Así pasamos la Navidad y los días siguientes.
Una mañana muy temprano, cuando aún todos dormían, encuentro a mi mamá preparando mates en la cocina. Le doy los buenos días y me dice de una vez        – Anoche soñé con Eduardo. Venia caminando con su bata blanca de médico, sonriente, y me dijo que él estaba bien, y que cuidáramos a todos.
Al día siguiente recibimos un telegrama: Eduardo no está, no vengan. Dos días después, una llamada de teléfono muy corta de una tía, nos cuenta que han matado a Eduardo y no saben de Mary y Paula. También insisten en que no vayamos para allá.
Por supuesto que esta historia sigue y es una más de las tantas que vivimos los argentinos en tiempos de dictadura.
Sin embargo, lo que quiero rescatar en esta nota, es la vivencia espiritual de mi mamá. El lazo que une a una madre con su hijo. A miles de kilómetros de distancia una madre supo lo que le pasó a su hijo. De qué manera lo supo? De dónde le llegó la información? Con qué antena lo captó?
No creo que haya sido por su preparación intelectual, ni por su desarrollo psicológico, ni por su  formación política, ni por nada que se pueda estudiar y aprender.
Es algo más interno, mas vital, es algo que está a nivel de la conciencia de las células. Algo que las células de una madre saben, y le dicen a ella, que ella no termina en el límite de su piel. Que le dicen que sus células y las de muchos de nosotros también son parte del mismo ser.
Tiempo después retornó la cordura y la vida democrática al país, pudimos reencontrar a Mary y Paula y cada quien recompuso su vida como mejor pudo. Lo mismo ocurrió con muchos de nosotros.
Muchos años después empecé a entender que la misma conciencia de las células que le habían dicho a mamá que su hijo había muerto, también fue la que la impulsaron a reparar la tragedia del tremendo desgarro que sufrió su ser. El desgarro que sufrió la familia, los amigos, el desgarro que también sufrió todo un país.
Lo hizo caminando todos los miércoles con su pañuelo en la Plaza de Mayo, lo hizo visitando la Maternidad Sarda donde trabajó como enfermera, lo hizo yendo a llevar música y tortas al asilo de viejitos, lo hizo ayudando a cualquiera que necesitara reencontrase con la parte buena de la vida. Tal vez recordaba a mi hermano Eduardo diciéndole -Estoy bien, cuiden a todos.
Así como las células trabajan en silencio para curar una herida, curarla hasta que sane, hasta que sean cicatriz y no duela; así mismo hay seres que trabajan calladamente en seno de la sociedad. Trabajan desde ese instinto amoroso de la misión asumida. Afortunadamente en su trabajo nunca tuvo lugar el odio, el rencor ni la venganza.
Ojala pudiéramos recurrir a su recuerdo y a su ejemplo, cada vez que los tiempos sean de confrontación, de intolerancia, de discriminación y de pugnacidad.
Tengo dos imágenes que me acompañan cada vez que necesito recuperar ese sentido maternal de la misión de cuidar y sanar.
El verso de Miguel Hernández, Soy como el árbol talado que retoña, aún tengo la vida, aún tengo la vida!!
Y la de La Piedad de Miguel Ángel donde la virgen con su hijo en brazos le dice a Dios, cumplí con lo que me encargaste.

Esa fue mi mamá, y la mamá de muchos de nosotros.
Agradecidos y orgullosos estamos de lo que han hecho.

Victor Vega
1 Noviembre de  2014