Néstor Marcelo Elías

  


PROMOCIÓN 1969



Cuando pienso en Marcelo inspiro aires de infancia cargados de risas, de gritos, de juegos. Yo me pegaba a los primos grandes como una espectadora privilegiada de sus travesuras, de las que también quería ser protagonista. Y las fiestas de fin de año eran un momento especial para estar en primera fila mirando lo que hacían. 

El objetivo era hacer volar los carteles publicitarios del almacén de la esquina. Marcelo, que era cuatro años mayor, comandaba la operación. Todos cooperaban con lo que tenían, fosforitos o rompeportones. La pólvora se juntaba en otro recipiente más grande y se colocaba detrás de los carteles.
Los más pequeños del grupo esperábamos con la cabeza asomada desde el pasillo de la casa de mi abuela. Me mordía los labios de los nervios. El almacén estaba cerrado, pero el dueño tenía su casa al lado. Los primos grandes le ponían una mecha larga a la pólvora, la encendían y salían corriendo hacia donde estaba yo. Sabía entonces que me tenía que tapar los oídos y abrir bien los ojos. A veces, el cartel salía volando hacia la calzada; otras apenas se desprendía de arriba y caía hacia abajo.

Casi de inmediato salía el almacenero a los gritos. Para entonces ya estábamos todos espiando desde la puerta del pasillo mirando por encima de la pared para ver qué hacía. Estábamos apenas unos segundos y enseguida nos metíamos en la casa.
Otro recuerdo siempre presente tiene que ver con mi ingreso al Dámaso Centeno. Marcelo fue quien orientó a mi papá sobre la conveniencia de que estudiara allí y que además él iba a estar por cualquier cosa. Y fue así que empecé a viajar todos los días de Constitución a Caballito. Era muy tímida e insegura. Por eso ver a Marcelo y saludarlo, aunque fuera de lejos, me daba una gran tranquilidad.
Cuando llegó el primer boletín se generaron algunas complicaciones. Me llevaba varias materias y mi papá se había enojado mucho. No comprendía que el tránsito por la educación secundaria era muy difícil al comienzo. Fue Marcelo quien lo convenció y serenó las cosas. Le dijo que no era tan grave y que sólo tenía que apoyarme para salir adelante.

Marcelo ingresó a la facultad de Arquitectura y yo seguí en el Dámaso. Ya no nos veíamos tanto. Se sumaron además las cosas propias de la adolescencia y su militancia, de la que se hablaba poco en casa.
Tiempo después, trabajaba como empleada administrativa y cursaba el primer año del Profesorado de Enseñanza Primaria. Eran frecuentes allí las “visitas” de personal del Ejército que revisaba nuestras carteras y apuntes. Una vez nos dijeron que buscaban a la profesora Ardito.

Un día de junio de 1976 me atacó un fuerte estado gripal con reposo obligado por el médico. Fue premonitorio. Al día siguiente, nos llegó la noticia de que Marcelo y su compañera Susana habían muerto en un “enfrentamiento”.  Sus hijos, Martín y Santiago habían quedado con sus abuelos maternos. Con el correr de los años nos enteramos que era parte de los 30.000 desaparecidos.


Noemí Elias

Promoción 1974



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